Todos los días son iguales.
No hay nada que altere esta agradable rutina.
Defiendo mis palacios de cartón piedra de los ataques de piedras lanzadas desde un lugar cualquiera, el caballo-mecedora corre y sus crines al viento, me protegen de las flechas de indios que tratan de hacerme caer al suelo. El triciclo es una carroza, tirada por un magnífico perro, que hace las funciones de corcel alado, hasta la medianoche. Y vestida como una bailarina, avanzo, con una corona de flores que atrae a las abejas, que con sus zumbidos evocan los violines de un baile de reyes. Y pinto cuadros con colores inverosímiles, escenas inmóviles que me dan la seguridad de tener los sueños sujetos por un carretel de hilo, y me los llevo de paseo, como si fueran globos, atados a mi muñeca.
Años más tarde.
La rutina ha dado paso a otras, inercias diarias.
Ya no hay carretel que sujete ningún sueño, sólo un puñado de llaves, que abren puertas y realidades. Y la pequeña deambula, adormecida por la ruidosa existencia, caminando sin rumbo fijo, sin encontrar el camino que la lleve de nuevo a aquella época. Ansía ser rescatada de ese laberinto mitológico donde el egoísmo es el único alimento, y la vulnerabilidad es la única cama. Da vueltas sobre sí misma, tratando de embelesar los ensueños de antaño, pero no tiene brújula ni camino de salida.
Acepta la rutina, y no sabe donde abandonó una rutina por otra...